Siete estrellas Ni siete llaves, ni siete estrellas, ni siete reinos, ni siete mares, ni setenta veces siete de perdón sobre el desierto le habían servido todavía… Eran todos los siete que le mostraban el camino hacia arriba. Pensó en probar los siete del otro camino: los siete rayos, las siete ruedas, los siete cielos: un camino hacia abajo, hacia el centro mismo de su larga vida, pero que terminaría encontrándose con su estrella en algún hueco de la búsqueda, en algún rincón de sabiduría. Tomó ese corcho inhundible, juntó todas las piedras que había podido conseguir a lo largo del camino, lo tapó de jades, de rubíes, de citrinos, de topacios, de esmeraldas, de zafiros y de cuarzos hasta que logró hundirlo para llevarlo con ella hasta la oscuridad más honda, allí donde la luz vuelve a surgir, allí donde el corcho se hace de agua y ya no flota ni se hunde porque se mezcla con el mismo todo que lo abraza, allí donde quizás encontrase la respuesta a su pregunta o donde quizás comprenda que nunca lograría encontrar la respuesta que buscaba, tan sólo porque la pregunta no era ésa. Y vio su estrella… y vio cómo su miedo se alejaba, enredado de incertidumbre… hasta quedar pegado en el cristal de la lámpara de la esquina, que ya no podía molestarle y donde ahora podría dejar atada la cuerda de su estrella para que, en algún momento, otro tropezara con ella y encontrara aquel mismo corcho perdido en su propio mar. Comparte esto: Click to share on Facebook (Opens in new window) Facebook Click to share on X (Opens in new window) X