De pronto, en un instante casi como una ensoñación vi a una mujer joven saliendo de un edificio enorme de piedra hacia un callejón lateral. Era de noche, y a pesar de no haber faroles afuera, se veía todo con gran claridad; en el cielo despejado la luna llena brillaba sobre un caballo negro hermosísimo y su jinete. La esperaba un hombre cubierto con una capa gruesa, en tanto que se veía el vaho de las respiraciones en la frialdad del aire nocturno. La muchacha era de ojos grandes y hundidos, cejas bellamente formadas sobre una cara alargada de facciones finas, boca mediana, cabello negro, y que sin ser bella exudaba un donaire de mujer de buena cuna. Llevaba un vestido largo como de terciopelo, color vino tinto, ceñido en la cintura y en las mangas largas que cubrían los dorsos de las manos. Iba abrigada con una capa negra y gruesa, la cual se amarraba en el cuello, y con la capucha cubriendo su cabeza; los cabellos largos y sueltos escapaban sobre el pecho. Amarrada al cinto llevaba colgada una bolsa pequeña del mismo material del vestido; por alguna razón yo sabía con toda certeza que allí llevaba monedas de oro.

En un instante, y sin cruzar palabra con el caballero que la esperaba y del cual solo podía ver la silueta contra la luna, con un sentimiento de reconocimento, alivio y miedo a la vez, de manera apurada el le ofreció su brazo y en un movimiento poderoso la impulsó sobre el caballo, detrás de sí. Inmediatamente emprendió su camino galopando, en tanto que ella miraba hacia atrás brevemente en un gesto de adiós, con el presentimiento de estar dejando atrás a su propio ser. La estrecha calle adoquinada estaba limitada a un lado por murallas de edificios de piedra de la ciudad, y al otro lado la contenía un muro por encima del cual, y a la luz de la luna, se divisaba un río en calma.

A la vez que la vi alzándose sobre la montura, supe que se llamaba Ana, que era el año 1.532, que la ciudad era Toledo, España, y que estaba pensando en un nombre: Francisca Hernández….