Y aquella luz pálida de la lámpara eternamente encendida de la esquina la estaba hartando. No estaba bien romperla, eso lo sabía. Pero, mientras siguiera allí prendida, no la dejaba ver más allá que el techo de su propia casa. El cielo se desdibujaba con la luz. Las estrellas se apagaban, la luna se alejaba. Sólo la oscuridad más honda le construía, peldaño a peldaño, la escalera para ir hasta aquella estrella, que no era una sino siete, pero que, como una sola llave, comulgaban para abrir la puerta donde quizás estuviera su respuesta.

Día tras día, esperando que llegara la noche para clavar la mirada en ese cielo, hondo de historias, mullido de letras nacidas de todos los alfabetos que subían incansablemente con las voces, con las músicas, con los pensamientos de todos aquellos que, con los pies enterrados en el pasto se rehúsan a soltar la cuerda de esa estrella elegida porque una voz muy pequeñita les susurra y les sueña que allí, quizás, encuentren la respuesta, escrita entre las páginas de libros milenarios que guardan los espejos de cada vida, los principios y los finales de cada espiral.

Esa pregunta eterna, formulada de miles de maneras, que para ella tenía sólo dos palabras: ¿Quién soy?

Miraba la estrella, haciendo fuerza con los ojos, tratando de alcanzarla con la mano, tirando de esa cuerda que llevaba atada al tobillo y que no iba a dejar ir. Había estado largo rato vibrando con cada una de las letras de su pregunta, había dormido con cada letra, soñado con cada letra… hasta podía verlas extenderse desde su garganta hasta el mismo punto en que se abría allí arriba su estrella. Pero, la caja seguía estando igualmente cerrada.

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